Arturo Rivera

Las pinturas de Arturo Rivera son heridas abiertas en el lienzo, retratos viscerales de lo que no solemos mirar: la fragilidad del cuerpo, la hondura del dolor, la belleza oscura de lo que se resiste a ser domado. Su obra es un teatro de carne y silencio, donde cada figura parece atrapada entre la vida y algo que se le parece, pero más denso, más turbio, más revelador. Rivera no pintaba para agradar. Pintaba para escarbar. Con una técnica implacable, cercana al hiperrealismo, pero sin la frialdad de lo fotográfico, construía mundos que parecían emerger de un sueño febril o del recuerdo más crudo. Los cuerpos en sus cuadros no son ideales: son cuerpos reales, rotos, sudorosos, lacerados, deseantes. Hay en ellos una ternura salvaje, como si su dolor fuera también una forma de belleza secreta. Rivera fue un pintor sublime de lo grotesco. Sus obras no buscan consuelo ni redención. Ofrecen otra cosa: una mirada limpia —aunque duela— sobre lo que somos cuando se cae el velo de la costumbre. En sus lienzos, lo que asusta también conmueve, y lo que duele, de algún modo, nos recuerda que estamos vivos.

Arturo Rivera

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