Las esculturas de Manolo Valdés se alzan como arte que ha absorbido siglos. Con una mano en la historia y otra en la experimentación, sus figuras femeninas —rotundas, hieráticas, casi totémicas— evocan un tiempo detenido, donde el peso del bronce o la madera no aplasta, sino que eleva. Valdés no esculpe cuerpos: esculpe memorias, ecos de Velázquez, de Matisse, de la pintura antigua que él traduce en volumen, en sombra sólida. Cada cabeza coronada por formas vegetales, peinados imposibles o tocados abstractos, parece una reina de un reino sin nombre. Y es que en Valdés, el arte no representa: resuena.